sábado, 2 de abril de 2016

SE NOS ESTÁ OLVIDANDO

Canto del Jerusalem en la Plaza de Santa Lucía (Zamora)
Hace ya unos meses que no le dedico tiempo a mi pequeño universo y la Semana Santa de Zamora me parece la mejor excusa para retomar mi pasión por la escritura.

Decía Karina que "volver la vista atrás es bueno a veces" y a mí me parece que eso deberíamos hacer respecto al mejor momento de mi ciudad natal. Pero deberíamos echarla muy muy atrás, casi hasta que nuestros recuerdos se vuelven borrosos y uno no sabe si son de verdad, imaginaciones o anécdotas que nuestros familiares nos han contado. 

Particularmente, recuerdo que eran mis tíos los que me llevaban a las procesiones "de por la noche", esas que me hacían sentir más mayor por estar en la calle y hasta tarde. En los momentos previos a la llegada de las capas pardas o del Cristo de la Buena Muerte, la oscuridad era mi cómplice y corría arriba y abajo, por la Puerta del Obispo o la Plaza de Santa Lucía. Pero en el instante en que los hermanos hacían acto de presencia, eran mis propios familiares los que me advertían del silencio obligado. Y ahí estaba yo, calladica hasta que pasaba el último hermano o cofrade, aprendiendo desde niña lo que un día querré enseñar a mi descendencia. 

Por eso no me cabe en la cabeza que hoy haya madres, padres, tíos, abuelos..., zamoranos o no, que no sean capaz de decir "cariño, te quedas delante de estos señores pero te tienes que portar bien". A nadie debiera importarle que un ser más bajito e inocente que uno mismo se ponga delante en las procesiones, siempre y cuando el infante sea consciente de que no está en una cabalgata de reyes. Pero después de ser testigo de cómo una señora, desde tercera fila, gritaba a su nieto, en primer línea de batalla, "¡Óscar, ¿te vienes o te quedas a ver los tambores del final?!" en plena procesión del Silencio (repito, DEL SILENCIO), pues una no sabe qué esperar. 

También recuerdo que salir en procesión era motivo que reencuentro familiar, de ver a tías, primas y amigas vestidas todas igual y marchar a acompañar a la Virgen. Por tradición, por religión o por el motivo que cada una guardaba para sí, pero nos lo tomábamos en serio y serias y silenciosas recorríamos las calles que tocaban. Silencioso era entonces todo el que acudía a vernos, pese a que somos un montón bastante grande de mujeres vestidas de negro. Pero el respeto y la devoción se podía respirar sin dificultad alguna (nada que ver con todas las conversaciones de las que hoy puedo ser testigo mientras procesiono). Por eso no sé cómo actuar cuando veo a damas, cofrades e incluso cargadores, sacando los móviles para fotografiar al paso; o cuando una dama y sus tres hijas se paran en plena procesión para que Conchi, la amiga que las ve desde la barrera, les haga la foto de turno (por supuesto Conchi las ha llamado a voz en grito para que se percataran de su presencia, tras sonar el móvil de alguien/es que "olvidó" ponerlo en silencio o vibración). 

Otro potente recuerdo de mis primeras semanas santas es el silencio que proseguía al canto del Miserere. Todo un orgullo contenido para los familiares de los cantores o para los amantes de ese único momento que era respetado por todos y cada uno de los asistentes hasta que el Cristo abandonaba la plaza. Por eso, para mí es incomprensible el murmullo que se escucha hoy tras la última nota; no concibo tener que llamar la atención a nadie para recordarle que la procesión no ha terminado de pasar. 

Basura del botellón de San Martín (foto de La Opinión de Zamora)
Tampoco vi mucho en mi niñez que nadie se cagara en Dios porque alguien le pide silencio para escuchar Thalberg; peleas sin sentido por pretender ocupar un espacio minúsculo habiendo llegado escasos minutos antes que los primeros cofrades; no respetar los visibles carteles que informan de que ahí uno no se puede poner, por su propia seguridad, o toneladas de basura más propias de manadas salvajes que de un cúmulo de personas.
A estas alturas del artículo pueden pensar que soy muy tiquismiquis, refunfuñona o cascarrabias y puede que tengan parte de razón. Pero también pueden pensar que la Junta de Castilla y León va a tener que cambiar de estrategia para promocionar la Semana Santa de Zamora porque eso del recogimiento, la devoción, el silencio, el respeto, etc, etc, etc. ya no se estila. Por lo menos, en los últimos años, la Semana Santa saca lo peor de nosotros mismos en cuanto a educación se refiere. 

Y esto tiene una sencilla explicación. Se nos está olvidando que es Semana Santa. Se olvida que esos 10 días hay desfiles procesionales, tradiciones, cultura, arte y un larguísimo etcétera que nada tiene que ver ni con el turismo ni con ningún espectáculo. Se nos está olvidando y se nos olvida transmitir qué es de verdad y cómo cada uno la siente. Para unos es religión, para otros tradición; para unos vacaciones, para otros cultura o para otros tantos, unos días de fiesta. Pero sobre todo, es algo con lo que los zamoranos nacemos y vivimos y que deberíamos asociar al respeto y a la transmisión generacional.

Mis amigos y mi familia me dicen que mando mucho callar en las procesiones y no de la mejor manera, y seguramente tienen razón. Pero no lo hago porque me molesten los susurros o las conversaciones sobre lo lento que va el desfile o los planes después del mismo. Lo hago porque me puede la desesperación de pensar que, si no pongo mi pequeño aunque inútil granito de arena, perderemos lo mejor que tiene está olvidada ciudad tal y como todos a todos nos la enseñaron.




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